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Las horas del día

Fue el último poema que escribí en mi vida. Un artista me lo había solicitado para un catálogo. "Debe tratar del paso del tiempo", decía. "Sobre eso lo sé todo -le contesté-. He visto Érase una vez en América un millón de veces". Al artista mi poema no le gustó un pelo. "No me siento reflejado", me dijo. Creí que buscaba arte, no un espejo.

Tu vida desfallece con timidez menesterosa

mas los rayos del sol

que aún proporcionan lumbre a tu corona

otorgan fuerza para una última duda,

una congoja no por irresoluble

menos profunda.

Así, en el menoscabo de tus créditos solares,

no hallas atisbo de sabiduría

en tu propia vida.

Naciste igual de memo que el juguete con nombre de tubérculo

al que hay que unir las piezas.

Ignorante y a destiempo,

cubierto de relojes,

la fuerza a borbotones malgastabas.

Adolecías del poder de la experiencia,

y peor aún: no tenías dinero.

Demasiado pronto comprendiste que las piezas de la vida

no encajan como las de un juego,

y que las nubes y los soles no eran más que fugaz ungüento.

La madurez, con su voraz hipoteca,

evocó los nombres de mujeres

a las que no pudiste acariciar el pelo.

Conociste la amistad que se corrompe con el uso

y la que crece con la ausencia.

Paseaste por la aldea desorientado,

sin aprender el nombre de sus cuatro calles.

 

Hoy el sol agria la leche y arruina la cosecha.

Tus huesos adelgazan.

Te arrojas a la calle hastiado de silencio,

pero saludas al vecino sin cruzar palabra.

 

Es hora de levar el ancla. Una sospecha albergas:

el mundo no ha dejado de dar vueltas.

Tú permaneces en el mismo sitio.

Solo aprendiste a disimular que no te habías dado cuenta.

 

CACUITO TROCHO